A los niños de mi generación nos quisieron inculcar el hábito de la lectura con textos insufribles y obligatorios como La araucana, La odisea o El cantar de Mio Cid. Eso es como pretender que alguien le pierda el miedo al agua lanzándolo a un estanque junto con un caimán. Y no contentos con eso, quizá para hacer más tenebroso el asunto, los profesores se encargaban de arrojar al estanque uno que otro tiburón; es decir, luego de la lectura (que ya de por sí era una pesadilla) los niños debían además hacer el análisis literario de esas obras. Tiempo después —cuando ya no había remedio— tenían el descaro de preocuparse por el bajo promedio de lectura de los jóvenes.
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¡Pero acaso qué esperaban! Pues claro que le íbamos a huir a los libros, si desde pequeños nos enseñaron que son una especie de tortura y no ventanas que nos permiten asomarnos a otros universos. Borges creía que la lectura debía ser una de las formas de la felicidad y por eso veía como un contrasentido forzar a alguien a leer; creía que hablar de lectura obligatoria era como hablar de amor obligatorio: un disparate. Sin embargo, ese disparate se ha extendido por las escuelas de manera infame por generaciones. No señor, la letra con sangre no entra; queda en forma de cicatriz, que es muy diferente. Es casi como decir que el amor se mete.